Sabores inconfesados
Abanico/ La Chispa
Por Ivette Estrada
Hay cosas que nadie te dice: las descubres en el camino de la vida. Una de ellas son los insólitos sabores que aparecen con la pasión, al iniciar un nuevo proyecto, cuando se sufre una decepción y cuando una noche en vela te revela quién eres.
Cada estado anímico y emoción se asocia a un sabor, a veces absoluto y otras indescriptible. Pero no hay un catálogo universal: depende de lo que vivimos, creemos y sentimos. Incluso hermanos del mismo padre y madre tienen historias divergentes entre sí, porque la interpretación a lo que se vive matiza o radicaliza todo y lo convierte en una vivencia única.
Pero volvamos a los sabores, aquellas remembranzas psico sensoriales con las que asociamos personas, vivencias y retazos de historia.
En el dulce de tejocote está atrapada mi infancia. Esa jalea que me enseñó a preparar mi abuelita me remonta a la casa donde viví los primeros ocho años, el patio lleno de gansos y jaulas con pájaros multicolores y las leyendas de personajes que no conocí: el pavo real, un venado, el cuervo o hasta un armadillo.
La cazuela negra a fuego lento con los frutos siempre me conducirá a los caminos felices de los primeros años, cuando el dulce no estaba proscrito y el deleite llenaba la garganta y horas.
Pero no todos los sabores son felices: unos remiten a la desilusión, que sabe a hamburguesa falsa de migajón, otros a un último beso de amor que tiene un resabio de tierra áspera mientras el sabor de las pérdidas sabe a agua de mar.
Las historias que nos gusta evocar saben a canela y la añoranza feliz a pastel o crema, pero la que escuece los ojos es centeno fermentado.
Cada persona en nuestra vida está asociado a un comestible: mi madre está imbricada en las manzanas de verano y mi padre en los chicozapotes, mientras mi bisabuela baila en el deleite de la no fruta del higo y mi abuelito Rodolfo tiene el exótico sabor de las ciruelas negras.
La menta la asocio al esplendor de adolescencia y el chicle a las aventuras. Las traiciones están encerradas en los cítricos que aún no maduran y los procesos creativos saben a champaña y pulque.
La sensualidad es plena en las papas rostizadas y la miel sobre el pan. La comunión con otra piel me remontará siempre al café.
Las emociones también están “atadas” a algún órgano interno. La ira al hígado y a la vesícula biliar, la alegría al corazón y al intestino delgado, la ansiedad al bazo, páncreas y estómago. La tristeza está relacionada con el pulmón y el intestino grueso, mientras el miedo se asocia al riñón y la vejiga.
Entonces, si se experimenta melancolía o tristeza se preferirán sabores picantes, el miedo conduce a buscar platillos salados mientras la angustia o ansiedad privilegiará lo dulce y si es ira lo agrio predomina. Y paradójicamente, lo amargo le va a la alegría.
Y ¿a qué sabe la vida? A fruta, eucaliptos y vegetales tiernos cuando impera el deleite del descubrimiento, a manzanas y peras cuando se rencuentra la propia esencia, a tierra cuando se ama, a brizna cuando alguien deja de ser significativo, a lluvia cuando se acepta como el don más grande respirar, a madera ahumada cuando rompemos el atavismo de que el deleite se circunscribe al área genital.